martes, 13 de marzo de 2012

Juegos inocentes

Febrero del 2008.

Camino por la calle mirando vidrieras, mirando a la gente que no entiende por qué estoy abrigada. No puedo mostrar mis brazos, pero eso no es importante. No salí para pensar, no salí para llorar; Salí para respirar aire puro.

Juego a no pisar las líneas de las baldosas, hago equilibrio y cambio mi cartera de hombro para estar más cómoda. No quiero distraerme para no perder. Siempre hago esas cosas, supongo que él tiene razón y jamás voy a madurar. Las palabras me taladran la cabeza, no me perdonan, no me dejan tranquila. Pierdo el equilibrio. Pierdo el juego.

Me pesa el cuerpo. Se me hace difícil mantenerme parada, pero lo disimulo muy bien.

Miro a la gente comer en las puertas de los restaurantes, salir de las heladerías con una sonrisa de satisfacción... A veces me siento mal por ellos, comen y comen sin pensar en lo que les va a pasar, en que es inútil guardar todas esas calorías que esperan para hacerlos cada día un poquito más imperfectos. Pobres. Pero a veces me siento mal por mi, que camino pensando en cuantas calorías tiene un caramelo y lo como con culpa, con ganas de vomitar, con ganas de no existir. Pobre de mi.

Miro mi reflejo en una vidriera: no me veo gorda, pero sigo sin gustarme. Ya no como por querer ser flaca, no como porque no me interesa ¿Qué sentido tiene comer? Alguien que planea su final no debe comer, tiene que esperar la hora lo más perfecta posible.

Hora de volver a casa. Vuelvo a jugar con las baldosas una vez más, esta vez no voy a pensar en nada y voy a concentrarme en mis juegos inocentes. No voy a perder.  Algo de inocencia todavía tengo, no soy sólo una mente perversa y hambrienta (literalmente hambrienta)... Al fin y al cabo todavía tengo 14.

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